La otra tarde recibí un paquete en casa dirigido a un vecino que estaba de viaje.

Cuando llegó el mensajero a hacer la entrega me pidió el DNI. Le pregunté para qué lo quería y me contestó que para dejar constancia de quién había recogido el paquete. En ese momento se me ocurrió preguntarle sobre el uso que se le iba a dar a mi NIF después. El muchacho me miró con cara de cansancio sin saber qué decir. Yo insistí que si tenia algún documento en el que se especificaran mis derechos de rectificación, anulación, desistimiento y todos esas rimbombantes cláusulas enumeradas en el RGPD, logrando ponerle nervioso e intentar llamar a su jefe , resoplando por las prisas.

Como el joven solo seguía instrucciones y no tenía culpa de que yo tuviera un día peleón, zanjé el asunto dándole un nombre falso y un DNI inventado. Todo arreglado… O no.

En resumidas cuentas, la empresa de paquetería había cometido un delito tipificado por la legislación sobre protección de datos personales y había entregado una propiedad de mi vecino a un tipo sin identificar.

¿Existe mala intención por parte de la empresa de mensajería? No, seguro que no. Posiblemente sea el resultado de un mal asesoramiento en temas de protección de datos o de unos procedimientos pensados más en cobrar que en protegerse.

Le comenté el caso a un amigo que es abogado especializado en estos menesteres. Me dijo que las leyes y reglamentos sobre protección de datos personales son difíciles de cambiar porque provienen de Europa, que son extremadamente garantistas y que las empresas siempre va a estar expuestas al máximo riesgo de una legislación con muchas interpretaciones.

Pero, ¿y si fuera una exigencia solicitada por al empresa que lo ha contratado? ¿Qué especifica el contrato entre cliente y colaborador? ¿Hasta dónde llega las responsabilidad de cada uno? Puede que ahí esté el problema, que los contratos los hayan redactado personas que tienen pocos conocimientos del negocio, añadiendo cláusulas útiles en otros sectores pero no tienen mucho sentido, pues hacen aparecer derechos y obligaciones innecesarias. O pensando mal, puede que las cláusulas sean para pasar toda la responsabilidad a la parte contratada, como también suele ocurrir en temas de calidad, seguridad alimentaria o prevención de riesgos laborales.

Cuanto más dinero pague a un abogado para que redacte un contrato, más inflexible será el empresario a la hora de modificarlo. Casi nadie se atreve a pensar que los abogados también fallan y que los contratos se pueden rehacer casi en su totalidad, por muy grande que sea la empresa o el abogado.

A mi ha tocado rectificar muchos contratos que eran «imposibles de cambiar», a veces simplemente identificando las incongruencias. Por ejemplo, que alguien pida exclusividad sin dar nada a cambio es una cláusula abusiva. Lo mismo ocurre cuando en un NDA te exigen tres años de confidencialidad, o que dejes de trabajar dos años en un sector tras finalizar el contrato con una empresa.

Volviendo al caso de la empresa de paquetería, también puede suceder que sus procedimientos operativos hayan sido creados a base de parchear año tras año los originales. De ahí que se hayan creado engendros difíciles de justificar, básicamente porque ya se han olvidado las causas y los porqués. Personalmente creo que los tiros más bien van por este lado.

Estos tiempos de cambio y de transformación digital son los idóneos para poder abrir los armarios y hacer limpieza. Una organización media necesita entre 30 y 60 días para analizar y simplificar toda su operativa sin dramas ni grandes cambios.

Racionalizar los trámites administrativos y operativos, más allá de eliminar los riesgos legales, también mejora los márgenes de beneficio, pues reducen los gastos no imputables a los costes directos del producto o servicio.

¿Acaso no sería conveniente que aplazar la implantación de un nuevo sistema de gestión antes de asumir el riesgo de arrastrar tus vicios y errores? ¿No sería más provechoso repensar tus sistemas de administración y la operatividad general?


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